El diario

Carla amaba su diario. No siempre escribía en él, pero al menos le gustaba abrirlo, hojearlo y olerlo. Eso sí, aunque no supiera si iba o no a escribir algo, siempre tomaba un lapicero entre sus dedos, preparándose en caso de que algún pensamiento saltara repentinamente desde su cabeza.

En él plasmó los sentimientos de alegría cuando se graduó de la universidad, de tristeza cuando se alejó de quién pensaba era su mejor amiga, de decepción cuando se alejó del muchacho de quién pensó era el amor de su vida, de orgullo cuando su hermana mayor ganó el concurso de baile, y de sorpresa cuando se enteró de que se iban a mudar de ciudad.

Cada año, desde que tenía 8, iba a la misma librería de siempre, a dos cuadras de su casa, a buscar un cuaderno, de hojas blancas y pasta dura, que le sirviera de confidente durante 12 meses. No le gustaba que su mamá o su papá se enteraran de que tenía un diario, así que no les pedía dinero sino que ahorraba durante los últimos dos meses de cada año para poder comprar la que se había convertido en su más preciada pertenencia.

Muchos días sentía ansiedad por llegar a su casa y escribir lo que había visto, sentido o escuchado mientras estaba fuera. Muchas veces no quería salir de su cuarto solo por seguir escribiendo. Se preguntaba si a alguien le interesaría leer lo que ponía allí, si a su hermana le gustaría leerlo, o qué cara harían sus padres al saber lo que pensaba de las personas, o incluso de ellos mismos.

Había días en los que escribía varias páginas, y había ocasiones en las que pasaban días enteros sin que plasmara nada nuevo. Cuando se iba acercando a las últimas páginas, hacía cuentas de cuántos días le quedaban al año, porque tenía una regla, y era que no podía tener más de un diario por año. Ahora tenía 22 años, y 14 diarios. Con el paso del tiempo había aprendido a administrar mejor la cantidad de hojas de los cuadernos, y también había comenzado a comprar los que tenían más hojas.

Finalmente había llegado el día de la mudanza. La verdad no sentía ninguna pena por dejar esa pequeña ciudad, pues sus pocos amigos de la universidad ya se habían ido también, y no conservaba ninguna verdadera amistad del colegio. Se había sentido sorprendida porque sus padres sí tenían una vida allí, habían pasado décadas en las mismas cuadras, con los mismos vecinos, y habían logrado establecer su negocio familiar de postres. Sin embargo, ahora que sus hijas habían terminado la universidad, y ellos habían logrado pensionarse, decidieron que querían dar un giro completo a sus vidas, y habían comprado una casa a las afueras de un pequeño pueblo, en donde podrían cultivar algunas frutas y vegetales, leer cuanto quisieran, en incluso pescar o navegar en un lago cercano.

Cuando le preguntaron si quería mudarse con ellos o si quería irse a vivir con su hermana a la gran ciudad, ella vio la oportunidad que tanto estaba esperando: les dijo que se iba con ellos, y que iba a tomarse un tiempo para pensar lo que quería hacer con su vida. Pero en realidad ya lo había decidido: iba a convertirse en escritora.

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