Alberto se murió

Hoy me he pensionado, y ayer se murió mi esposo. Ambos sucesos igual de inesperados, que estiran mi alma desde sendos extremos al punto de casi romperla.   
 
Hace 30 años me imaginaba diferente este momento. Pensaba que iba a poder disfrutar como nunca tanto tiempo libre. Algo así como las vacaciones del colegio, pero un poco diferentes. ¿No es eso lo que todos buscamos? Tiempo libre, suficiente dinero y energía. No digo dinero en enormes proporciones. Tan solo lo justo como para poder comprarme algún antojo de vez en cuando: una de esas chocolatinas enormes, unos zapatos, una blusa. De vez en cuando. Tal vez una vez al mes, o dos, si mucho.   
 
Pero no sabemos qué nos depara la vida. No controlamos nada. Mañana mismo podría morirme. Por lo menos creo que mis deudas desaparecerían. Pero igual, no quiero morirme mañana. No trabajé más de 30 años para morirme al día siguiente de conseguir la pensión. Sólo que no voy a pensionarme como pensé que lo haría. Sola.  
 
Nunca he sido ambiciosa, pero pensé que la vida iba a tratarme un poco mejor. Es esa vieja manía de pensar que alguien nos va a recompensar por nuestras buenas labores. O al menos que no va a castigarme, teniendo en cuenta que no le hago mal a nadie, y nunca se lo he hecho. Pero no, todo eso que me decían en el colegio de monjas era pura mentira. Todas esas horas de clase de religión se perdieron. Todas esas oraciones que he repetido por años en las noches en realidad nunca han tenido interlocutor. No existe ese tal dios misericordioso que todo lo observa y todo lo ve.  
 
La noticia de mi pensión la esperaba en poco más de un año. Pero por inconsistencias administrativas, increíblemente a mi favor, aparecen registradas más semanas de las que recuerdo haber trabajado. Hoy simplemente me han llamado de la oficina y ni siquiera he tenido que decir que no iba a asistir debido a una calamidad familiar. Una asistente de la sede principal de la empresa, a quien no conozco, tan solo me felicitó con una voz neutra propia de la monotonía y me ha dicho que no debía volver al trabajo, y que la próxima semana me iba a llegar un correo electrónico con los pasos a seguir.   
 
Colgué y no recuerdo si dije alguna palabra. De hecho dudé en contestar. No le contesto nunca a números desconocidos. Pero hoy la situación es diferente. De pronto era algún familiar llamando a darme sus condolencias. No es que me guste recibirlas, pero al menos me siento menos sola.   
 
Llevo todo el día sola en esta funeraria y no tengo idea para qué. Sabía que no iba a llegar nadie, porque los que saben no viven acá y los que viven acá no saben. Simplemente asentí a todo lo que me dijeron en la clínica, di los datos que me pidieron, y unas horas después me dijeron que lo tenían acá. Pero no siento que el tiempo haya pasado. De hecho, es como si no hubiera pensado en nada en todas las horas que llevo sentada. Estoy sola en la sala, con un féretro en el medio, flores sobre el mismo, y sillas vacías alrededor.   
 
No he tenido el valor de mirarlo directamente al rostro a través de esa pequeña ventana que tiene la caja de madera. Seguramente lo haré, un minuto antes de que lo consuma el fuego, pero hasta ese entonces no tengo intenciones de hacerlo. Los de la funeraria me dijeron que parece dormido, pero prefiero recordarlo despierto. Ayer se veía normal, tomamos juntos el desayuno. Como siempre, yo preparé el chocolate y él los huevos. También fue a la tienda y compró pan caliente, y lo comimos con queso para untar. Seguimos al pie de la letra nuestra rutina, como hemos... habíamos hecho durante décadas. ¿Cómo podía salir algo mal? Teníamos años de experiencia en ella. Luego yo salí para el trabajo y me despedí de él.   
 
Dos horas después me llamó Rosalba, la señora que nos ayuda con el aseo en el apartamento. Contesté y hubo silencio durante unos segundos. Pensé que no me escuchaba, o que la llamada estaba fallando, pero luego dijo: señora Carlota, don Alberto se murió. Así, sin más.  
 
Salí corriendo de la oficina, me monté al carro y veinte minutos después estaba nuevamente en el apartamento, cuando normalmente el trayecto se tarda 45 minutos. Subí corriendo las escaleras hasta el segundo piso, abrí la puerta, y allí estaba Rosalba, sentada en el sillón de la sala, agarrándose el rostro con las manos, llorando. A su lado estaba Alberto, dormido, en su sillón de lectura, con el café derramado sobre su camisa, y una taza rota en el piso a su lado.   
 
Muchas veces habíamos hablado sobre lo que haríamos cuando nos pensionáramos. Planeábamos dedicarnos a viajar, nada más. Conocer dos países por año, estar en ellos al menos un par de semanas. Caminar por ciudades históricas, visitar lugares que habíamos conocido sólo en nuestras lecturas. Nunca tuvimos hijos pensando en que eso nos daría más libertad. Ahora me arrepiento un poco.

Ya son las nueve de la noche. Llega alguien a mi sala, es de la funeraria. Me dice: Doña Carlota, por favor indíqueme si desea que mañana también tengamos la sala de velación, o si desea que lo llevemos ya a la cremación. Sigo sentada, como atontada, sin saber muy bien qué responder. Pero entonces me digo que no voy a soportar un día más igual a este. Le respondo que pasemos de una vez a la cremación. El hombre se va y escucho que le grita algo a alguien. Siento que el tiempo se acaba, que el momento ha llegado. Entra el hombre de hace un momento acompañado de otro, suben el ataúd a una mesa con rodachines y comienzan a empujarlo.

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