Muerte

Caminaba en la oscura soledad de la calle. Mis pasos resonaban en las paredes llenas de humedades de algunas casas casi derrumbadas. En la distancia se escuchaba el sonido de una ciudad envuelta en el éxtasis de una vida superficial, llena de peligro y miseria, una vida superficial que lo único que hacía era empeorar una sociedad que un día fue buena, pero muy ingenua para soportar la presión que trajo consigo la modernización.

Llegué a mi casa a descansar del trabajo que había realizado, un trabajo que muchas veces me oprimía y me reducía a un ser horrible que acababa con la vida de otros, pero también un trabajo que en el momento en el que lo llevaba a cabo, me llenaba de adrenalina y me hacía superior a los demás, un trabajo que me permitía subsistir en esta sociedad dominada por el dinero y el reconocimiento.
Abrí la puerta de mi casa, lenta y cuidadosamente, para que mi mamá y mi hermana no se despertaran, saqué mi arma y la guardé en un cajón con llave, donde supuestamente guardábamos una pequeña cantidad de dinero que había conseguido con un trabajo de vendedor en una tienda; pero en realidad no había tal dinero, allí sólo estaba mi arma, mis guantes, y un pasamontañas viejo, sucio y roto que me había encontrado en el basurero que había en mitad del callejón sin salida que era mi barrio
Llevaba ya dos meses inserto en el mundo del sicariato, con todos sus riesgos, con sus problemas, con sus balaceras, con sus muertos cayendo lentamente al suelo, y desangrándose hasta que alguien se dignara a llevarlos al hospital,… o a la morgue.
Hace una semana murió mi mejor amigo, el que me metió como sicario, irónicamente murió asesinado por uno de nosotros, por un sicario que lo confundió con la persona a la que tenía que matar. Con dos balas incrustadas en el pecho, fue llevado sin alguna posibilidad de salvarle la vida al hospital, de donde fue trasladado a la morgue, en la cual sigue esperando a que su familia, que no tiene más dinero que alguna otra persona de este barrio hundido en la pobreza, lo recoja y lo pueda enterrar dignamente.
Hace unos pocos días me propuse que me saldría de este sucio trabajo apenas me resultara una vuelta que soltara buen dinero, y así me iría a buscar otro trabajo que no fuera tan peligroso y repugnante como el que me toca hacer, y tuve tan buena suerte que ayer mi jefe me dijo que íbamos a realizar un trabajo que nos iba a dar toda la plata del mundo. El que hay que matar es un político que no hace otra cosa diferente a establecer nuevas leyes y reformas para acabar con la delincuencia juvenil, y haciendo esa se ha metido en la grande con nosotros, porque mi jefe no le perdona a nadie que hable mal de lo que hacemos
La vuelta había que hacerla el viernes, porque ese día el político se iba de viaje y lo íbamos a coger en el camino hacia el aeropuerto. Todos los días anteriores al día del asesinato estuve pensando profundamente en cómo sería mi vida después del dinero que iba a conseguir, en todo lo que le iba a dar a mi mamá y a mi hermana, en la casa nueva donde íbamos a vivir, en la nueva vida que íbamos a tener; pero después de haberme imaginado en un mundo perfecto, mi mente otra vez se posó en la realidad y me la mostró tal como era: yo era un sicario, con un peligro constante de morir sin que nadie pronunciara una palabra para encontrar al culpable, y con este peligro ya tendría que vivir para siempre, pues así me saliera de este trabajo en el que estoy metido, siempre quedarán enemigos que tendrán el deseo de acabar con mi vida, y además, existía el riesgo que me hirieran o me mataran en medio de la balacera que iba a ocurrir el viernes, y si sucedía esto, no podría volver a ver a mi madre y a mi hermana, ni darles todas las cosas que se merecen; así, luego de pensar en todas las posibilidades que podrían ser realidad luego del asesinato del viernes, me recosté en la almohada, y me quedé dormido con un sudor frío recorriendo todo mi cuerpo.
El día siguiente era el día decisivo, el que definiría todo. El cielo tenía un aspecto como de querer llorar, y no sabía por qué eso me daba el mal presentimiento de que no iba a volver esa noche a ver a mi hermana y a mi mamá. Por tal intuición que había surgido en mí, antes de salir de la casa, fui al cuarto donde dormían ellas dos, que estaban perdidas en medio de un sueño profundo, un sueño que yo no había experimentado desde que mis preocupaciones por mi trabajo ocupaban el lugar que el sueño tenía en mi mente. Cuando las vi, traté de fijar mi vista en ellas como para guardar esa imagen por siempre, luego me acerqué, y le di un beso en la frente a cada una de ellas.
Abrí la puerta y salí a la fría mañana que no hacía otra cosa que no dejar que mi mente volara y tuviera pensamientos positivos acerca de lo que iba a realizar. Un amigo me estaba esperando sentado en su moto, me monté, y salimos hacia el camino del aeropuerto. En medio del camino, mi mano, la que sostenía el revólver, sudaba y temblaba, temerosa de no poder apuntar exactamente al corazón de la víctima, y en mi mente recordaba los momentos agradables y difíciles que viví con mi familia a lo largo de toda mi vida, como haciendo una reflexión de cómo me había comportado con ellos.
Llegamos a la entrada del aeropuerto, y la camioneta que transportaba al político, estaba también entrando, así que aceleramos y en un instante estábamos cruzándonos en el camino de la camioneta para que se detuviera, logramos pararla, y de ahí en adelante, todo sucedió en unos cuantos segundos, pero mi mente lo recuerda con tal exactitud y detenimiento, que parecen haber sido muchos minutos los que transcurrieron; los escoltas del político se dieron cuenta de nuestras intenciones, y lograron bajarse mucho más rápido que lo que nosotros nos demoramos en sacar nuestras armas, mi amigo recibió un disparo a los pocos segundos de haber sacado su arma, un disparo que negó que su vida siguiera transcurriendo, y cayó al piso con su frente ensangrentada; mientras tanto, yo ya había hecho varios disparos, pero no había herido a nadie, así que decidí disparar por última vez, y alcancé a oír el grito de dolor del político por haber recibido un impacto en su abdomen. Salí corriendo con todo mi cuerpo a disposición de los revólveres de los escoltas, y un momento después, mi vista se nubló, sentí la dura superficie del cemento en mi cabeza, y una humedad como de sangre se empezó a expandir por toda mi espalda. Lo último que recuerdo, fue sentir en el interior de mi corazón, el arrepentimiento por haberme hecho parte de ese mundo tan horrible, pero para mí tan indispensable y necesario, como es el sicariato.
Luego de todo lo sucedido, me di cuenta, acostado en medio de la calle, que se había hecho realidad mi mayor miedo, mi muerte.

Julio Caicedo, 2005

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