El muchacho que quería escribir


El muchacho quería escribir. Sabía las reglas básicas para hacerlo, y no lo hacía mal. Había leído muchos consejos de grandes escritores, los había anotado en sus libretas, en sus diarios. Y estaba de acuerdo con todos ellos, con unos más que otros, pero en general entendía y aceptaba lo que cada uno sugería. Sin embargo, tenía problemas para definir o encontrar un tema sobre el cual escribir y que al mismo tiempo lo apasionara. Eso, que lo apasionara. Que lo impulsara a escribir días y días, sin aburrirse, sin que se le acabara el argumento.

Así que decidió entrar a un curso de escritura creativa.

Durante mucho tiempo pensó que esos cursos no valían la pena. ¿Cómo alguien puede aprender a ser escritor?, se preguntaba. Eso es una cualidad con la que se nace, no se puede enseñar y no se puede aprender, también se decía.

Pero en algún momento, después de muchos años de intentar e intentar escribir relatos cortos y largos, de intentar crear personajes, argumentos y espacios, supo que grandes escritores a los que él admiraba habían tomado cursos de escritura creativa, los impartían o los promovían.

Y entonces el muchacho, ya rondando los 30 años, habiendo ya perdido cualquier afán de resaltar o ser exitoso en cualquier área -entendiendo por exitoso lo que cada uno tenga a bien- comprendió finalmente que estos cursos no enseñan a ser un escritor. Enseñan es a tomar la decisión y determinación de serlo, a saber elegir o crear historias, a darle un enfoque y un tono adecuado a lo que estamos contando, y sobre todo, a tener o adquirir la capacidad de aguante necesaria para poder terminar una historia. Es como una maratón, es como un kumite. Toca saber administrar bien las energías y la respiración para poder llegar al final.

Cuando el muchacho tuvo esta epifanía, se puso a buscar cursos de escritura creativa en su ciudad. Buscó incontables horas en internet, analizando precios, duraciones, temarios, profesores, metodologías y contactos.

Como ya no tenía afán de nada, se tardó semanas enteras decidiendo el curso que iba a tomar. Finalmente lo eligió basándose en un único aspecto: de todos los cursos que revisó, había uno que tenía un profesor sorpresa, “profesor invitado” decía en el sitio web. Estaba encargado del último módulo, no tenía foto ni nombre, y decían que solo se iba a revelar su identidad cuando le llegara su turno de presentarse en la sesión introductoria (los estudiantes claramente solo tenían derecho a esta sesión luego de haber pagado la inscripción y el 50% del valor total del curso, el cual era además no reembolsable).

El muchacho, siempre muy atraído por el misterio y las conspiraciones, eligió este curso imaginando muchos rostros para este personaje.

Luego de tres infinitas semanas, el día de inicio del curso por fin llegó. Normalmente todo era presencial, pero debido a la pandemia -que es asunto de otra historia- todo el curso iba a ser virtual (y no había descuento por ello). Así que todos los alumnos, expectantes frente a la cámara, esperaban el turno del último profesor para finalmente saber de quién se trataba.

¿Sería famoso? ¿Extranjero? ¿Local?

Cada uno tenía su opinión, y muchos esperaban que fuera su escritor favorito.

El muchacho, por su parte, tenía varias opciones, pero no se ilusionaba con ninguna, porque había aprendido a no esperara nada de nadie ni de nada. Y además porque todos sus escritores favoritos ya estaban muertos, y hacía bastante.

El penúltimo profesor terminó de hablar, y entonces todos vieron encender la cámara del misterioso individuo. Apareció el rostro de un hombre de unos 70 años, de origen evidentemente japonés, diciendo en un perfecto inglés: <<Hola, me llamo Haruki Murakami. A lo mejor alguno ha leído alguna de mis novelas, cuentos o demás escritos que tengo. Me quedé atrapado en Colombia por culpa del maldito COVID, y no he podido trotar todo lo que quisiera. Por favor, no le digan a nadie>>

El muchacho, sorprendido, se dio cuenta que ese también era uno de sus escritores favoritos.

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