Frío invernal

Sus gafas se empañaban con frecuencia, porque su respiración era agitada. Su vista se veía nublada por la intensa lluvia, y por la laguna que formaban las lágrimas en sus ojos.

Sentía el ardor que circulaba por sus venas mezclándose con su sangre, haciéndola hervir, creando burbujitas que llegaban hasta su corazón para inflarlo y hacerlo estallar.

Sentía la vibración de su asiento, cada saltito que daba cuando huequillos o piedrecillas se atravesaban en su camino. Y él no podía hacer nada. Nada. Porque sus manos ya no eran sus manos, sus dedos ya sólo eran prolongaciones de carne muerta, sus brazos pertenecían más al volante que a su propio cuerpo.

Y su pensamiento volvía una y otra vez a aquel momento y no dejaba que sus ojos contemplaran con claridad la carretera, sino que veía el rostro de ella, su cabello, sus ojos. Y fue esa rabia y ese dolor los que apretaron sus manos, tensaron sus pies, empujaron el acelerador, y el acelerador estalló con un estrepitoso ronquido.

Fue en ese momento cuando las raíces tocaron el infierno y su vista quedó nublada por una imagen angustiosa, y su corazón se detuvo para observarla detenidamente. Su cabeza cayó sobre su pecho, su espalda relajó músculos y vértebras, sus piernas se descolgaron, pero sus manos, entumecidas, encalambradas y congeladas, mantuvieron la misma presión sobre el volante.

Entonces ellos lo vieron pasar. Su aparatejo marcó más de la velocidad permitida. Encendieron el motor y la sirena, y arrancaron tras él. Varias veces le ordenaron con el altavoz que se detuviera. Varias veces estuvieron a punto de dispararle a una de sus llantas. Sin embargo, antes de hacerlo, se fijaron bien en su postura y notaron que había algo extraño.

Decidieron entonces detenerlo, para lo cual lo adelantaron y comenzaron a frenar el auto lentamente usando el de ellos. Una vez estuvo completamente inmóvil, ambos bajaron de sus asientos para ir a investigar por qué él no había seguido sus órdenes. Caminaron sobre la nieve los pocos metros que los separaban del misterioso desconocido.

Cuando ya estuvieron a su lado, uno tocó su hombro y luego levantó la cabeza dirigiendo la mirada hacia su compañero, y dijo: Wallace, está muerto.

 

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