Tantos años para conocernos

Todos conocemos a nuestra familia, ¿cierto?


Pero, ¿qué es conocer? ¿Conocer qué? ¿Sus nombres, sus gustos, sus trabajos? ¿Lo que hacen los fines de semana? ¿Sus posturas religiosas y políticas?

Y además, ¿quiénes hacen parte de nuestra familia? ¿Nuestros padres y hermanos únicamente? ¿Nuestros abuelos, tíos, primos? ¿Los tíos abuelos y los primos segundos y terceros? ¿Los vecinos?

La verdad, como muchas cosas en la vida, las respuestas varían dependiendo de cada persona, y diría también que dependiendo del momento de la vida en que se haga la pregunta.

Tal vez para ti, "conocer" actualmente representa saber cuál es la rutina de tus padres. Sabes a qué hora se despiertan, qué desayunan, a qué hora salen y a qué hora regresan. Tal vez para mí "conocer" significa saber si creen en un dios. 

Conocer a los padres y a los hermanos es relativamente usual y fácil. Pasamos mucho tiempo con ellos los primeros años de nuestras vidas. Pero a medida que nos vamos alejando del núcleo de nuestra familia (sea cual sea el tipo de familia que tengamos hay un núcleo formado por las personas más cercanas, con las que vivimos, las que nos apoyan y a quienes apoyamos), es más y más difícil conocer a nuestros familiares. Esos primos y tíos que vemos cada 6 meses, en las vacaciones, o en la navidad. Aquellos con los que compartimos apenas un juego de dominó, un par de almuerzos, una visita a la piscina. Con quienes hablamos de temas banales y mundanos durante esos momentos. 

No sé si esto le pasará a todo el mundo, pero a mí me pasó. Y tuvieron que pasar décadas, casi tres, para poder decir que conocí mejor a mis primos. Al menos a algunos de ellos con los que únicamente había compartido uno que otro momento durante mi vida. Y me alegro de haberlos conocido con más profundidad. De haber pasado con ellos horas enteras, casi días enteros, hablando de temas intensos, hasta controversiales, y otros superficiales; viviendo silencios en medio de viajes por carretera, sucumbiendo al sueño en el puesto del copiloto; sugiriendo nuevos grupos de música, caminando en medio de la ciudad. 

Seguramente ellos han cambiado, al igual que yo, y no son los mismos con quienes compartí una novena hace 20 años. Pero la versión que acabo de conocer de ellos me alegró la vida. Me di cuenta que somos más parecidos de lo que pensaba, que también se preocupan por las cuentas, por el colegio de sus hijos, por lo que pueden comer, por el ejercicio necesario para mantenerse saludables, por las últimas series de Netflix. Son como yo.

Tan sólo me tardé 20 años en comprenderlo. En comprender que no tienen la vida resuelta. Que allá en Pereira y en la finca únicamente veía sus vidas durante las vacaciones. Sus pasatiempos, pero no su rutina. Que en ese entonces, los más de diez años de diferencia en edad que nos llevamos eran más marcados. 

Pero ahora estamos como en la misma meseta. O en la misma montaña, que es la vida. Y esta experiencia de haber conocido más detalles de su vida y su forma de ser, de pensar y de actuar, me permite comprender lo afortunado que soy al tener una familia tan buena. Con tantas personas que me cuidan y se preocupan por mí. 

Eso siempre me sorprende.

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