Vidas opuestas en un abrir y cerrar de ojos

Photo by Attila Ataner on Unsplash


Esta semana leí por facebook una frase que decía: mientras haya un niño en la calle, un niño con hambre, nada está bien. A esta frase le añadiría que: mientras haya una persona en la calle, sufriendo frío y penas, hambre y soledad, nada sirve, nada de lo que hagamos.

También lei por facebook otra frase que me gustó bastante: tu misión en la vida es ayudar a los demás, y si por alguna razón no puedes hacerlo, entonces por lo menos trata de no causarles problemas. 

Bueno, pensando en esto, recuerdo episodios que me suceden constantemente, y que nublan mi estado de ánimo de una forma impensable. 

Uno cualquiera de mis días, comunes y corrientes, de ir y volver a la universidad, a veces salgo de clases animado, pensando en planes para el próximo año, con nuevos proyectos en mente, con ganas de comentárselos a mis compañeros, con ganas de iniciarlos rápido.

Entonces si ya es muy tarde, como suele suceder, tipo 9 de la noche, no me queda otra alternativa que salir de la universidad y tomar el bus que me lleva a mi casa. En ocasiones hago una parada intermedia para comer una de las arepas que venden en frente de la universidad, y que hacen las veces de comida, pues llego  a mi casa con muchas cosas por hacer y me da pereza hacer algo de comer.

La semana pasada, mientras comía una de estas arepas, se acercaron dos niñas, casi adolescentes, de 11 y 14 años (les pregunté la edad) pidiendo que le regaláramos algo de comer. Con el sólo hecho de haberlas visto pidiendo y su forma de hablar y pedir las cosas, se me quitaron las ganas de comer, se me bajó el estado de ánimo, me llené de tristeza.

Y es que no puedo soportar tener que ver situaciones como ésta mientras yo pienso en problemas insignificantes en comparación con los de ellos, mientras discuto asuntos académicos con compañeros, mientras planeo lo que voy a almorzar el día de mañana, sabiendo que esas personas, los que se suben a los buses relatando sus desgracias y travesías, los que duermen en la esquina de mi cuadra, los que se tapan con costales y cajas, no saben si mañana van a poder comer, a veces incluso no saben dónde van a dormir, o si acaso van a despertarse luego de una larga, fría y terrible noche en esta ciudad tan grande pero tan indiferente.

Como anécdota puedo contar que hace ya varios años, tal vez yo contaba apenas con 10, mi papá, creo, me llevaba hacia la fiesta de cumpleaños de un compañero, en un salón social muy agradable del edificio donde vivía, en una zona muy elegante de Pereira. Era poco más de medio día, y estaba lloviendo. Faltando poco para llegar a donde mi amigo, nos detuvimos en un semáforo. Yo estaba alegre y emocionado, pues ya había asistido a otras fiestas de mi amigo, y siempre tenían juegos emocionantes y comida deliciosa. Sin embargo, en ese semáforo, me di cuenta de la crueldad y la injusticia del mundo. Mientras yo estaba dentro del auto, caliente y con ansias por llegar a disfrutar de comodidades que para mi eran ya habituales, afuera apareció un niño, como de mi misma edad, ofreciendo algunos dulces a mi papá. No recuerdo bien qué hizo mi papá, seguramente le habrá dicho que no quería, y habrá subido la ventana, o habrá desviado su mirada.

Yo en cambio, bajé la mia, mi cabeza preguntó por qué, y una parte de mi inocencia de niño desapareció en ese instante, cambiando un poco de alegría por decepción.




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