La ansiedad oculta Capítulo 2: los inicios
21 de octubre de 2007
Tengo muy pocos recuerdos y muy confusos de cuando estaba realmente pequeño, alrededor de los 5 años.
Recuerdo a alguien vistiéndome, no sé quién era porque mi vista estaba dirigida al suelo; recuerdo el momento en que me tomaron una foto en el jardín, una foto que está por ahí enmarcada en algún lugar; me recuerdo a mí o más bien a mi mano acariciando un perro llamado Antojo, que fue supuestamente la primera palabra que dije.
Recuerdo en el jardín un día como de festival en el que vi a una profesora hacer magia con un pitillo que estaba fuera de un vaso pero que aún así extraía el líquido de éste (todavía no sé cómo lo hizo); ese día en el jardín me sentí muy triste, muy inseguro, quería estar con mis papás, lo mismo me pasó una vez en una clase de piano en la Escuela Musical del Risaralda, donde la atmósfera siempre me hacía entristecer. Ese día reprimí como pude mis lágrimas.
Recuerdo una vez que salí del colegio, como en primero de primaria o en transición, no me acuerdo por qué estaría enfermo o algo así, y no pude terminar de ver una película de dibujos animados que estábamos viendo en el salón, en la que aparecía Peter Pan como un zorro, si no estoy mal. Me fui con mi papá, pero antes le pregunté a la profesora si la podía terminar otro día y ella me dijo que sí. Mentira. Nunca la terminé.
Recuerdo cómo me corté la pierna con una botella despicada. Recuerdo cómo me quebré el dedo índice izquierdo mientras tapaba en metegol-tapa.
No recuerdo exactamente cómo ni cuándo, pero desde pequeño tuve claro que mis papás no tenían todo el dinero que ellos hubieran querido, y por tanto, sabía en lo más profundo de mi ser que no debía pedir juguetes, regalos, ropa o cualquier otra cosa, a excepción de contadas ocasiones en las que las ansias y el deseo superaban mi sentimiento de solidaridad para con ellos. Cuando íbamos a un centro comercial, aprendí por ejemplo a abstenerme de pedir algún juguete cuando lo veía. Quería evitar esa breve conversación en la que yo les decía con muchas ganas que quería algo que acababa de ver, para que luego ellos me explicaran de alguna manera que no era el momento para comprarlo.
Recuerdo una de muchísimas conversaciones que tuve con mi papá en la que él me decía que no éramos ni ricos ni pobres, solo personas de clase media.
Yo le pedía que se acostara en mi cama por las noches, que me acompañara mientras me dormía, y mientras tanto, él me contaba su día, o historias que había leído o escuchado, cuentos que se inventaba, chistes, anécdotas que recordaba, problemas que había tenido, me daba sugerencias, me hacía advertencias, cualquier cosa era susceptible de esas conversaciones en las que él hablaba la mayor parte del tiempo. Creo que los dos nos acostábamos boca arriba, yo por dentro de las cobijas y él por fuera, mirando ambos al techo, en la profunda oscuridad de mi cuarto, y la conversación se desarrollaba lentamente, con una voz apenas perceptible para no despertar a mi mamá o a mi hermano.
Fue en una de esas conversaciones que me dijo que éramos de clase media, que no lo teníamos todo, pero que teníamos lo necesario. No sé por qué me lo dijo. Tal vez se lo pregunté.
Durante esas noches también le gustaba que rezáramos. ¿Cómo sería la actitud religiosa de mi papá ahora? ¿Se habría vuelto un fiel devoto de la iglesia?, ¿o habría seguido con su estilo religioso — relajado? (ser creyente pero no ir mucho a misa, ni confesarse, pero tratar de ser un buen individuo, cosas así) ¿O se habría rebelado completamente, así como hice yo, y se habría separado completamente de todo culto para adentrarse en una vida más espiritual y menos religiosa? Ni idea. Cuando lo pienso, creo que hubiera podido ser cualquiera de las tres.
Como venía diciendo, rezar era lo último que hacíamos antes de que él se fuera a su cama, o antes de que nos quedáramos callados. Siempre rezábamos el Ángel de la guarda, el Padre Nuestro y el Dios te Salve María. Nos quedábamos callados, y yo a veces me dormía y no me daba cuenta cuando él se iba para su cama, o a veces yo creo que él pensaba que yo me había quedado dormido, y él se levantaba con cuidado para no despertarme, y se iba para su cama. En ocasiones, cuando él pensaba que yo estaba dormido y comenzaba a levantarse, yo le decía algo, y él se volvía a acostar, o a veces también me decía que ya se quería ir para su cuarto.
A veces yo aceptaba sin problema alguno quedarme solo en mi cama, pero otras veces me invadía un miedo terrible, y aunque consentía que él se fuera, me quedaba en mi cama sollozando en silencio durante lo que me parecía una eternidad, hasta que las lágrimas se convertían en sueño. Eso, a veces lo sigo haciendo. Con el tiempo cada vez menos.
En algún momento dejé de llamarlo para que me acompañara; o posiblemente él dejó de ir. Tal vez yo ya no le tenía miedo a la oscuridad, o quería pasar más tiempo solo. Tuvo que haber sido alrededor de mis 11 años, cuando pasé a bachillerato, alrededor del año 2002.
Recuerdo que, en otra oportunidad, mi temor a la oscuridad me impedía bajar al primer piso de la casa para comer algo. Vivíamos en una casa de dos pisos (tres, si se contaba el patio, que está por debajo del nivel del primer piso) en el barrio Venecia parte alta, en Pereira. Seguro le pedí a mi papá que me acompañara. Y seguro él pensaba que yo ya estaba lo suficientemente grande como para tener todavía ese miedo. Así que su solución, salomónica por cierto, fue pararse en el primer escalón del segundo piso y decirme que desde ahí me iba a cuidar, que se iba a asegurar de que ningún monstruo saliera de las sillas de la sala o de la parte de abajo del carro, en el garaje, para comerme. Yo obviamente le creí, sin tener en cuenta que desde su posición iba a dejar de verme apenas yo entrara al comedor y por tanto no iba a poder cumplir su promesa.
Además, añadió que papá dios, que nos miraba desde la mitad de las escaleras (era un cuadro de Jesús, pero a mí me habían enseñado a decirle papá dios. Ahora que lo pienso, me parece bastante tierno llamarlo así), también me estaría cuidando. Así que yo confié en todas estas promesas, bajé las escaleras corriendo, tomé algo de la mesa del comedor, y subí como un rayo nuevamente sin atreverme a mirar un instante hacia atrás.
Recuerdo que tenía 8 años cuando perdí/reprobé mi primer examen en el colegio. Ya para ese entonces, tercero de primaria, año 1999, Colegio Calasanz de Pereira, era reconocido por mis compañeros y profesores como un excelente estudiante. O eso creo, eso es lo que sentía, así pensaba que los otros me veían. Quizás algunos habrían dicho el más “inteligente”, aunque creo que ninguno me hubiera calificado como brillante (yo no lo hubiera dicho entonces, ni ahora).
A pesar de llevar apenas alrededor de 4 años en el colegio, y siendo tan pequeño, ya me había formado una especie de reputación como el mejor del salón académicamente (y tampoco me iba mal en educación física), el que nunca fallaba en nada, el que entregaba todas las tareas, el que no perdía un examen, en fin. Ya tenía ese reconocimiento, y yo lo sabía, lo sentía, reconocimiento que no hizo sino aumentar gradualmente hasta el día de mi grado en ingeniería en mecatrónica, en el año 2013. O sea, casi 15 años después.
Entonces era 1999, estaba en tercero, y perdí mi primer examen en la vida, uno de matemáticas. Hasta donde recuerdo, la profesora Fabiola López no me dijo nada, a lo mejor me lanzó alguna mirada inquisitiva, pero la verdad no lo recuerdo. Ella tenía fama de ser brava y muy estricta (en su clase me di cuenta de que lo era sólo cuando era absolutamente necesario, y que además enseñaba muy bien).
No recuerdo si mis compañeros me dijeron algo, pero sí recuerdo cómo me sentí: sentía vergüenza, me sentía juzgado por todos, seguramente tenía ganas de llorar, me sentía mal conmigo mismo y sentía culpa porque pensaba que había decepcionado a mis papás. Con el paso del tiempo me di cuenta de que muchas de las cosas que hacía, las hacía por mis papás y para mis papás, creo que en parte como agradecimiento por todo lo que me daban, y en parte porque veía que se esforzaban mucho en conseguir cada cosa que me daban, y no estaba dispuesto a desaprovecharla o malgastarla.
De hecho, alguna vez ya en bachillerato un compañero me preguntó cómo hacía yo, o cuál era mi estrategia o mi secreto para que me fuera tan bien, y yo recuerdo haberle dicho: lo hago por mis papás.
Bueno, regresando a la historia del examen de matemáticas, ahora que lo pienso, me sorprende que un niño de 8 años pueda experimentar ese nivel de responsabilidad, culpa y remordimiento. No sé si sea bueno o malo, adecuado o no, pero sí estoy seguro que fue un hecho que me impactó profundamente y por eso lo sigo recordando hasta hoy.
¿Cómo le conté a mi mamá?
Recuerdo que uno de mis mayores temores era contarles a mis papás que había perdido un examen. ¿Cómo iba a hacerlo? Decidí que lo mejor era decirle primero a mi mamá, tal vez pensaba que ella iba a tomarlo mejor, aunque la verdad, ahora que lo pienso, creo que hubiera podido contarle a mi papá en primer lugar sin ningún problema. No sé muy bien si mi elección estuvo basada en el temor a ser regañado o en la desilusión que iba a causarle a cada uno.
Así que ese día, al llegar a la casa en la tarde, tomé valor y llamé por el teléfono fijo a mi mamá a su trabajo.
Al recordarlo, me produce mucha nostalgia esa acción: llamar a mis papás a sus trabajos por el teléfono fijo. Creo que lo hice muchas veces entre los 7 y los 10 años. Seguramente ellos habían dejado anotado el número y me habían dicho y enseñado cómo usarlo. Y a mi me gustaba llamarlos, me gustaba escuchar sus voces, decirles que necesitaba una cartulina o plastilina, y esperaba ansiosamente a que llegaran por la noche con eso que les había pedido. Entonces, levanté el auricular, marqué el número, y luego dije mi frase predeterminada, que era algo como: buenas tardes, me pasan por favor a la doctora Martha Cecilia Erasso?
Y luego aparecía la voz de mi mamá. Le conté, seguramente llorando, que había perdido un examen, y su respuesta me tranquilizó. Me dijo algo así como que no era nada grave, que me estuviera tranquilo y que fuera a hacer las tareas. Y que en la noche hablábamos.
Así terminó mi primer encuentro con el “fracaso”. Relativamente bien. Pero durante los años siguientes seguí empeñado en ser lo más perfecto posible, evitando los errores a como diera lugar, lo cual me llenaba de ansiedad y preocupación.
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