EL NOMBRE DEL SILENCIO: CUARTA PARTE

Foto de Aleksander Fox en Unsplash



Que historia más demorada. Llevo tres años escribiéndola, y eso que han sido pasajes cortos. Pero las cosas difíciles de la vida tardan en ser digeridas.

El 2 de diciembre de 2011 fue un punto de inflexión en mi vida. Muchas cosas murieron ese día, esa madrugada. Esa es la razón del título de estos escritos. El silencio que me alberga en gran medida desde ese día tiene una razón, y estos escritos tratan de explicarlo.

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Luego de comprar el Nestea, la verdad no recuerdo bien si regresamos con mi papá a la casa de mi tio, o si salimos directamente a Pereira desde el centro comercial.

Lo que sí recuerdo bien es que íbamos en una buseta pequeña, un microbús, como los de colegio, acompañados de varios de los compañeros de mi papá. Salimos como a las 9 de la noche de Cali, y llegamos a Pereira como a la 1 de la mañana. En ningún momento del trayecto hablamos de la operación.

En el camino hablamos, charlamos, contamos chistes, o al menos mi papá me contó unos a mi y yo unos a él; íbamos escuchando música, algunos se fueron quedando dormidos, y entre ellos él. Con el movimiento del carro, mi papá se movía de un lado a otro, con altas probabilidades de recostarse sobre mi. Y he ahí uno de los gestos que más desprecio haber realizado. En un momento del trayecto, mi papá, dormido, casi que se recuesta totalmente en mi hombro. Yo también iba algo dormido, pero me alcancé a dar cuenta, y lo detuve, lo retiré, como cuando alguien en un bus se está quedando dormido sobre tu hombro y lo retiras bruscamente. Algo así fue, y él se despertó, un poco asustado, creo que me miró, y siguió durmiendo. Me hubiera gustado dejarlo recostar sobre mi hombro.

A la 1 de la mañana, luego de dejar a varios de sus compañeros en el camino (creo), llegamos al sitio de destino en Pereira, donde nos teníamos que bajar. Nos bajamos, la buseta arrancó nuevamente, y se fue. El clima era fresco, como casi siempre en mi ciudad, un aire frío refrescante inundaba la madrugada. No me acuerdo si llamamos a mi mamá, o ella ya sabía que habíamos llegado, pero el caso fue que a los pocos instantes ella llegó en su carro (en esos tiempos mis papás tenían cada uno un auto, un Renault Twingo, el de mi papá gris, modelo 2003 -recuerdo muy bien el día que me subí por primera vez a ese carro-, y el de mi mamá blanco, con el logo de Saludcoop).

A uno nunca le explican que todos esos momentos que parecen tan simples y sencillos, son los que después va a recordar con tanto cariño y deseo. Igual, tal vez si se los explicaran, no lo entendería, porque uno está en ellos, no fuera de ellos.

Con esa reunión tan inesperada, la madrugada de un domingo, en una calle de Pereira, me reunía con mis papás por última vez  luego de regresar de mis meses de estudio en Bogotá. 

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¿Y saben por qué hago estos escritos tan cortos y distanciados? Porque no soporto escribir mucho sobre ellos. Tal vez por eso Héctor Abad Faciolince tardó tantos años en escribir sobre su padre. Tal vez yo haga lo mismo que él y tarde muchos más en terminar esta historia.


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